sábado, 9 de marzo de 2013

Sometimes we cry

Aquel martes llegué a casa muy estresado.

Crucé la puerta diciendo un escueto "hola", deje el abrigo y la bufanda tirados en la silla y subí las escaleras corriendo para encerrarme en mi habitación a pensar en mis cosas. Me sentía asfixiado por todo lo que tenía que hacer, no conseguía calmarme para poner en orden mis pensamientos y dictar un plan de acción coherente para el martes. Pensé que quizás lo que necesitaba era escribir, así que rescate el ordenador portátil a hurtadillas del salón y me lo llevé como un trofeo a mi cueva. Nada, pasaban los minutos y mirar fijamente la página en blanco del word no hacía que las cosas cambiasen.

Me tumbé en la cama y cerré los ojos con la esperanza de echar una pequeña siesta antes de cenar, pero no había manera, mi descanso era perturbado por los aullidos musicales del móvil de mi hermano que atravesaban la pared que separaba nuestras habitaciones. Pensé en levantarme para darle cuatro voces y que bajase el volumen, pero en lugar de ello me puse a escuchar la música.

Fue la solución, como cuando quedas a tomarte unas cañas con un amigo para contarle tus problemas y en el momento álgido de la conversación, cuando crees que ya no puedes más y vas a explotar, él posa su mano sobre tu hombro y te dice que no te rayes. Caí dormido con la voz de Van Morrison hasta que mamá me despertó para ir a cenar. Aquella noche descubrí dos cosas: que mi hermano nunca dejará de sorprenderme, y que me siento mucho mejor escribiendo en primera persona. Lo de que la música mueve el mundo creo que ya lo sabemos todos, aunque a veces intentemos engañarnos.

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