viernes, 27 de junio de 2014

Trieste

Llegaron a la costa a eso de las siete de la tarde. No iban sobrados de tiempo, tenían que recorrer casi mil kilómetros en tres días, pero Gabi se puso muy pesado. Sabía que Luis sólo había estado una vez en el mar, y que aunque fuese un ratito, valdría la pena tener ese momento.

La costa de Trieste es distinta de las demás costas de Italia. Para mí siempre será mi costa, mi enorme plaza con los brazos abiertos al mar, mientras las nubes oscuras luchan por mitigar unos rayos de sol que miran fijamente al reloj, intentando quedarse un ratito más antes de irse a la cama. Es justo en ese momento, justo cuando se empiezan a marchar, que todo el mar se pinta de color dorado. Como las armaduras gastadas de los grandes caballeros medievales, como las tuberías de latón. El movimiento de las olas recuerda al de un mecanismo metálico. Es hipnotizante.

Bajo aquella escena, en compañía de un par de estatuas parlanchinas me di cuenta de dos cosas: la primera, que ese momento hay que compartirlo con alguien, añoré mucho a mis seres queridos que entonces estaban muy lejos de mi y entendí que si no compartes la vida ella solita se va a buscar a la gente. La segunda fue la total seguridad de que no veré con los mismos ojos a James Joyce cuando haya leído el Ulises, pero no me cabe duda de que volveremos a encontrarnos, quien sabe si para bajar esas escaleras que llevan al mar.

miércoles, 25 de junio de 2014

Crecer antes de tiempo

Hasta los doce años, yo había sido un niño normal. Conocía perfectamente las leyes del patio, cuando eres alguien importante, cuando no, cuando te puedes meter con alguien, cuando te toca que se metan contigo... Era plenamente consciente de que la vida en el colegio no era nada fácil, día tras día contemplaba el conflicto entre los valores que se nos enseñaban y el instinto de supervivencia.
Por ejemplo, hace tres días mi amigo Ilario insultó a Lázaro, el chico más importante de la clase. Por lo visto había estado diciendo que los norteños no eran auténticos italianos. La madre de Ilario es de Parma, de manera que éste tuvo que defenderse. No se sabe lo que pudo llegar a decir, pero al día siguiente Ilario entró a clase con la cara llena de moratones.

Nadie dijo nada.

Hará cosa de un par de años yo también tuve un encontronazo. Estaba toda la clase riéndose de una chica por el color de su vestido, mientras Lázaro y su séquito cogían un cubo de barro para echárselo por encima. Les grité que la dejaran en paz y pegué un empujón a Lázaro, quien accidentalmente tropezó con una rama y cayó al suelo, haciéndose una herida en la rodilla. Se levantó preguntando quien le había tirado, yo di un paso adelante y su gesto se congeló.

Sonó la sirena para volver a clase.

Esa tarde, cuando le conté a mi madre lo sucedido, recibí la mayor bofetada que me ha dado nunca. Me gritaba desesperadamente, hablándome de cosas que yo no entendía: que si el papá de Lázaro y el mío eran grandes amigos, que menos mal que nuestras familias se conocían desde hacía mucho tiempo, que si tengo que aprender con quien tengo que llevarme bien...
Al principio no saqué mucho en claro de aquella conversación. Pensé simplemente que Lázaro sería algún tipo de familiar lejano y que por ello le tendría que tratar mejor, pero nadie me dijo por qué estaba mal que hubiese defendido a aquella chica.

Pasaban los años, las generaciones, y todos crecíamos de la misma manera. En clase siempre estaban, y estaría, los chicos guapos, los feos, los listos, los palurdos, los graciosos, los que no hablan con nadie, los que molan y los intocables.

Pero no fue hasta los doce años que aprendí cómo funcionaba todo. Dentro de mí albergaba la esperanza de que cuando fuese convirtiéndome en un adulto, podría comprender estas leyes y decidir cuáles haría mías y cuáles no... Desgraciadamente las cosas no funcionan así. Anteayer, Carlo, el mejor amigo de Lázaro, fue tiroteado en el campito de fútbol detrás de la panadería. Sólo nos enteramos por boca de nuestros padres, pues a la mañana siguiente, en el colegio, nadie dijo nada.

Amo mi tierra, mi sol y a gran parte de mi gente. Sin embargo no puedo evitar acostarme cada noche con el miedo de saber que, al igual que cuando jugábamos en el patio, la ley más inquebrantable de todas es la del silencio.

Y nadie dice nada.




"Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala, es el silencio de la gente buena"             

-Mahatma Gandhi

http://www.elcomercio.com/actualidad/mundo/conmocion-italia-muerte-de-nino.html