martes, 18 de septiembre de 2012

Aquella noche soñé que paseaba por la playa. Ya se había marchado el sol. Los vaivenes de las olas del mar eran sorprendidos de vez en cuando por algún relámpago, pero aun así ni se inmutaban, todas seguían incansables  su camino. Frente a ellas, acurrucado en una terraza derruida se encontraba un chaval joven. Estaba solo, un par de cascos parecían asomar de sus orejas. El viento jugaba a mover su flequillo de un lado para otro, pero él permanecía inmutable, a pesar de que llevaba un rato lloviendo.
Me senté a su lado. Su rostro me resultaba muy familiar, parecía muy concentrado. Entonces caí en la cuenta. Demasiados sentimientos, demasiadas emociones en tan poco tiempo, deseaba que se parase el tiempo para poder archivarlo todo en mi memoria, pero sabía que no sería así. Sentí el frío, la humedad, el olor a mar y también el resguardo del muro que me susurraba lo que cotilleaba del murmullo de las mareas, pero sobre todo volví a sentir el calor de una promesa.
Por eso a la mañana siguiente no pude sino reirme cuando leí las noticias. Aquel día sentía realmente que mis problemas no eran suficientemente grandes como para poder conmigo, solo deseaba no olvidar nunca aquel sueño.