martes, 15 de julio de 2014

Berlín

Las calles son grandes, muy amplias. Tan anchas que da igual la cantidad de gente que camine por ellas, siempre da la sensación de que la ciudad se encuentra medio vacía. El problema llega en invierno, cuando el viento juega a correr entre los edificios, y si no te has acordado de ponerte dos o tres sudaderas por la mañana, acabas lamentándolo.
En esos fríos días, en los que el sol se va a dormir a la hora de la siesta en España, me gustaba refugiarme en el metro. Me gustaba mirar a la gente, y la verdad es que no es igual que en Madrid. No diré que prefiero el metro de Berlín porque para mi el metro de Madrid es el mejor del mundo, pero es cierto que la gente tiene otro semblante. Más relajado, más pausado, como si quisiesen disfrutar del viaje, y no me extraña porque cuando pasas por estaciones como Heidelberger Platz o Hackescher Markt da la sensación de que los Berlineses han colonizado a toda una civilización en las profundidades. Sin duda es una experiencia increíble.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención se encontraba arriba, en la superficie. Cuando salí de la parada de Alexanderplatz, resguardado bajo el "átomo" un joven tocaba la marcha turca con una guitarra eléctrica. Esperé pacientemente a que acabase y le ofrecí café o un chocolate caliente (estábamos a -5ºC) pero amablemente declinó mi oferta.
Me sorprendió que en una ciudad tan fría y grande las calles estuviesen llenas de música.


No hay comentarios:

Publicar un comentario