lunes, 5 de abril de 2010

Tiramisú de limón

La luna corría a esconderse detrás de los cúmulos que ocultaban Barcelona aquella noche. Quizás era porque no se atrevía a mirarme a los ojos después de lo que había estado a punto de hacer. No saqué una foto porque el punto de vista de mi cámara no coincide con el mío, de manera que preferí confiar a mi memoria aquella bella escena en la que toda la ciudad quedaba bañada por en un barniz espectral.
Me quedo reflexionando con la cara apoyada en el cristal de la ventana hasta que suena el despertador. El único objeto que quedaba de mi adolescencia, un regalo de reyes a mis 14 años, me recuerda que debo ir a trabajar, pero ignora hacia donde él se dirige. Lo arrojo por la ventana y, mientras escucho cómo el sonido del tic tac es engullido por el despertar de la ciudad, me decido a emprender una nueva etapa.
Cierro la puerta del ático desde el cuál tantas noches he oteado la ciudad, sólo y acompañado. La maleta en mi mano izquierda, las llaves en la derecha. En el bolsillo derecho de mis vaqueros un trozo de papel plegado. Tu carta.
Subo al autobús sin saber aún dónde ir. Saco el papel, no me atrevo a leerlo de nuevo, aunque quiero. Me prometo que será la última vez, después lo tiraré pero, ¿dónde?

"Las lágrimas son agua, y van al mar"

Sorprendido por la incursión de Bécquer en mi pensamiento, ideo el itinerario del viaje marítimo que voy a emprender...

Mi historia, o mejor dicho, el trozo de mi vida que empiezo a escribir comienza un domingo a las cuatro de la tarde. Contemplo el rostro de mi madre a través de la ventanilla del tren, esa mirada que sin palabras le dice a un hijo todo lo que una madre le puede decir cuando se marcha de casa. Sonrío. El tren arranca. Suenan los red hot y mi pensamiento vuela con ellos. Pienso en Ángela y en todo lo que dejo atrás. Llevo su carta en la mochila. No quiero leerla, no es el momento. Difumino las nieblas del pasado alentado por lo que me espera, no quiero mirar atrás, solo quiero improvisar.

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